El acontecimiento del avión había convertido a Bogotá en una ciudad de carnaval. Aparecieron los vendedores ambulantes ofreciendo muchas cosas: mazorcas asadas, arepas de maíz pelado cocidas sobre tiestos de arcilla, cocinadas en improvisados fogones avivados con carbón de leña y acompañados por la nunca bien alabada chicha para refrescar sus golletes.
Después de comparar el avión con las cosas que conocía, y ver que nada se le parecía, mi corazón se amplió, el correr de mi sangre se agitó y quise hacerle entender al tío lo que acababa de ver. Pero no pude, pues él estaba embelesado con su mujer y con un cliente de nuestras escobas, don Jorge Fernández, a quien le comentó que don Genaro, el boticario, no tenía abierta la farmacia. Como entendí que mi presencia era imperceptible para todos, me iluminé pensando que la agitación por ver la ejecución de los forajidos era solo una cuestión de mi mera imaginación y no de una realidad consistente.
—¿Qué está pasando don Jorge, por qué tanto despelote? —le preguntó el tío.
—Panta, ¡es que no ve que esta vaina que se llama mundo pronto se acabará! Mire no más a su izquierda. Ahí está el “aparatejo” ese de mierda que está alborotando a los incautos. ¡Por Dios, qué desesperación!
—Cálmese don Jorge, de nada sirve refunfuñar si nada se va a solucionar
—intervino el tío—. ¿Qué aparato es ese?
—Dizque un aeroplano y dizque vuela —haciendo la mímica de volar con las manos—. Es que la gente sí es ridícula. Dizque vuela. ¡Amanecerá y veremos! —contestó don Jorge.
Mientras oía esto con la emoción de un niño acorralado por la angustia, a mi tío la noticia ni lo inmutó, pues no mostró el más mínimo asomo de sorpresa. A mí me hervía el corazón, se me ablandaban los sentimientos, y quería sopesar el espectáculo; pero no me atreví en un primer momento a comentárselo, previendo que me reprendiera por querer ver los espantos del diablo, como él llamó al aparato cuando lo vio por primera vez. Y peor aún, que pensara que yo actuaba como un niño imprudente y no como todo el hombre que ya era. Guardé silencio; y hoy me doy cuenta de que hice bien.
No supe en qué momento se había alejado el señor Fernández. Respecto a la mujer con la que andaba el tío, seguí actuando como si fuera una convidada de mármol a la fiesta, pues para mí era una desconocida.
Como volver a ver el avión era imposible, decidimos irnos y abrirnos paso por entre las personas hacia un sitio conocido, mientras la policía, ilusa, trataba de orientar a la multitud y establecer un cierto orden. En eso aparecieron junto a nosotros dos señores muy elegantes, vestidos de manera rara comparada con los demás. Trajes blancos con un abrigo de paño grueso color marfil, y botas largas de cuero muy bien embetunadas. Tiempo después, sabría que ellos eran don José Cerón Castillo y el señor Rosas, ambos, hombres ambiciosos e iluminados en los negocios del espectáculo.
El primero, según entendí, prometió que pilotearía la nave en los próximos días. Estaban siempre acompañados de dos mujeres muy esbeltas que vestían sombrero de fieltro muy ajustado a sus cabezas, al modo francés.
Jotacé, como llamaban a don José Cerón, le preguntó al señor Rosas:
—¿Cómo has hecho tú para traer el famoso Blériot hasta este lugar tan remoto? ¿Cómo, si Bogotá queda a un tiempo infinito de todo? ¡En la mismísima mierda!
—Pues, por mucho soñar y poco temer —le contestó.
—Y ahora que lo mencionas, ¿tú de verdad te sientes con el empuje para volar este aparato? —lo interrogó, mientras señalaba con la mano alzada el Blériot enjaulado entre unas cuerdas improvisadas y amarradas a unos palos de eucalipto recién cortados.
—Siempre un aviador debe tener ojos avizores y corazón fuerte para elegir este camino; yo me afirmo en esta posición porque me siento navegante y los aviadores —enfatizó cerrando los puños— somos soñadores y a pesar de que tememos el peligro, no nos puede amilanar —afirmó, alejándose poco a poco del grupo de personas con quienes caminaba en dirección al Blériot.
El acontecimiento del avión me llevó a recordar el día en que, en 1909, la ciudad fue sorprendida con el vuelo inusitado de los globos de helio. Mi padre supo del evento y me llevó de la mano hasta la Plaza de Bolívar. La fascinación de los transeúntes fue tan decidida que llegó al límite de la locura; algunos creyeron que aquello era obra del demonio que alimentaba ese aparato con el humo del azufre del infierno, o que el vuelo —pensaron muchos intelectuales— era obra de los Ícaros modernos que por ser Bogotá la Atenas Suramericana, los dioses se habían trasladado del Olimpo a Monserrate.
Lo cierto fue que la proeza de los sobrevuelos en globo por los cielos de esta ciudad colonial, parecía más un espectáculo surrealista que una hazaña humana. El globo de colores hipnotizaba e iluminaba con su viveza y agilidad a la gris Bogotá. Pasado esto, el interrogante que me acosó como un tábano a las terneras, sería saber cómo podría sostenerse en el aire un armatoste de madera y tela, más pesado que ese fluido. Desde ese momento, mi único y gran deseo fue averiguar cómo se vería el mundo desde arriba.

El Bleriot
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